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Dos buenos tipos. Black is back

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Los setenta en California. Las consecuencias de la liberación sexual y el parto de la contracultura por parte de la juventud de la época todavía se hacían sentir, si es que no seguía viva todavía. Experimentación con drogas,  libertad (rozando o superando el libertinaje), pelos afro, patillas exageradas, lo hortera como nueva moda,  música disco, rock, la desubicación moral y existencial, cambios irreversibles del paradigma y en el orden social. Una juventud tomando el control y la hegemonía, dando la vuelta a los valores inculcados, para imponer otros.

En la meca del cine se produjo un fenómeno paralelo y complementario: el Nuevo Hollywood. Los estudios en búsqueda de conectar con un público nuevo, dieron libertad creativa máxima a unos jóvenes directores que supieron aprovecharla. En un momento en el que los estudios se tambalean, la industria del cine porno vive una era de expansión, tal y como narró Paul Thomas Anderson en Boogie Nights.

Y llegamos a 2016. El cine vive en otro contexto. Los estudios han logrado dar con una serie de teclas que son una apuesta segura (o, al menos, todo lo segura que puede ser una inversión en una industria en la que “nadie sabe nada”). Esa es la explicación de la saturación de franquicias, y de temáticas que vive el cine. Si no se hace ese tipo de cine, cada vez resulta más complicado levantar producciones con el presupuesto necesario para llevarlas a cabo.

De ahí que algunos nombres consagrados que tienen poco que demostrar, se vean apartado o expulsados de la industria del cine estadounidense. ¿Cómo encaja alguien como Shane Black en todo este contexto?

Black fue uno de los grandes guionistas del cine comercial de los noventa. Tiene en su haber los guiones de títulos como Arma Letal (1-4), El Último Boy Scout o la reivindicable El Último Héroe de Acción, además de salvar unas cuantas películas sin recibir crédito por ello. Llegó a vender un guion de 4 millones de dólares, y es el guionista vivo con mayor experiencia en ese subgénero que son las buddy movies.

Sin embargo, cayó en desgracia hasta resucitar en la memorable Kiss Kiss Bang Bang, su opera prima como director, que cuestionaba, deconstruía y reformulaba lo que él mismo construyó en los noventa, siguiendo una coherencia autoral con respecto a su carrera precedente. Nos planteaba que el cine negro (neonoir) sigue igual de vivo que nunca, tan solo es necesario tener el talento para narrar y hacer cosas interesantes con esos juguetes y arquetipos. Algo que, tal vez, no le interese escuchar a una industria acostumbrada a las fórmulas.

Fue Robert Downey Jr. quien contó con él para dirigir y escribir, tras desempeñar la labor de script doctor en la sombra con los anteriores Iron Man, la tercera entrega de Iron Man 3. Como resultado supuso una taquilla que se quedó cerca a la obtenida por Los Vengadores (que sigue siendo el mayor éxito comercial de Marvel Studios). Pero lo más importante: Black siguió siendo él mismo. Convirtió un blockbuster en una película con un mensaje subversivo (que todavía muchos fans siguen sin comprender), a la vez de tener elementos tonales, diálogos y características propias que sorprendió a propios y extraños. Black seguía siendo Black, esté donde esté, es alguien con una coherencia y una evolución envidiables.

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Y con ello llegamos a Dos buenos tipos, un guion que lleva dando vueltas más de una década por Hollywood sin nadie interesado en apostar por él, hasta que cayó en manos de Ryan Gosling que mostró interés, y el resto de la historia es evidente.

Dos buenos tipos  es un reflejo de un cine que ya no se hace, un vestigio del pasado que sigue coleando. Si el año pasado, expuse la revitalización del cine clásico de espías con películas como Kingsman: El Servicio Secreto, Operación U.N.C.L.E. o la serie El Infiltrado, este año se está dando un fenómeno similar con las buddy movies. Zootropolis o la resurrección de Arma Letal o Training Day en formato de ficción seriada televisiva, podrían ser ejemplos seriados de ellos. Pero, sin lugar a dudas, el ejemplo de mayor enjundia lo tenemos con el retorno del rey del subgénero: Shane Black.

El argumento de este filme tiene ciertas reminscencias a algunos de las obras que ya he mencionado. El personaje de Crowe es un matón que se gana la vida dando visitas violentas a cambio de dinero, aceptando casos de cualquiera. Sin embargo, tiene mayores y más nobles intenciones que esa, pero no quiere ni puede salir de donde está metido. El personaje de Gosling es un detective privado que, al igual que hicieron Paul Thomas Anderson en Inherent Vice, o con mayor anterioridad los hermanos Coen en El Gran Lebowsky retuercen, deforman y transforman el arquetipo del detective clásico para convertirlo en un perdedor cuyo único punto en común con Marlowe es el carisma, aunque ellos lo consigan más por la lástima y el patetismo. Un alcohólico que, al igual que hace el bueno de Jimmy “Tropezones” Mcgill opta por ganarse la vida ayudando a ancianos a los que puede resultar fácil engañar o timar.

El destino los une en el momento en el que uno lo envían a hacer una visita al otro para evitar que siga “indagando” en un caso. Todo ello está relacionado con la misteriosa muerte (¿y resurrección?) de la actriz de cine porno experimental Misty Mountains. El argumento bebe de Los Tres Días del Cóndor, que le ha influido de forma más que clara, y de los argumentos intrincados y absurdos que no llevan a ninguna parte, aunque sin llegar a extremos de El Sueño Eterno. La trama es comprensible, se puede seguir la línea de acción, aunque eso no suponga que sea el plan más redondo jamás planteado. En Black veo que hay un respeto al clasicismo, a la estructura de tres actos, aunque no por ello sacrifica necesariamente la oportunidad de aportar algo al género.

Y lo logra con ciertas dosis controladas de autoconsciencia. Aquí nos encontramos a un tributo por un lado al subgénero de las buddy movies por un lado, y a la efervescencia de los setenta por otro. Además de en los personajes perdedores en busca de redención en misiones que les vienen grandes.

También, hace una reflexión sobre la madurez del detective y de las buddy movies al incluir en la dupla un factor activo: una hija, a la que Black le saca un partido completamente meritorio, casi llegando a discutir el protagonismo a un Gosling y un Crowe simple y llanamente inmejorables (merito también de la sorprendente y rabiosamente joven Angourie Rice, que tiene el potencial de tener un futuro estelar.

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Black propone una estética que bebe del cine setentero, aunque con cierto aire de depuración e, incluso, nostalgia. Le acerca a trabajos como El largo adiós o los trabajos ya mencionados. Nos acercamos a los suburbios, a Los Angeles más alejados del glamour, más cercano a lo sórdido. Lo más cercano a esplendor que vemos es una excéntrica fiesta en la mansión de un productor de cine porno experimental en el que podría aparecer en cualquier momento Dirk Diggler, y que evoca, en cierta medida, a El Gran Lebowsky.

Una película que se mueve a ritmo de música disco, con un tempo caótico (de modo intencionado y controlado), y en el que todos los descubrimientos son fruto del azar, y de la suerte. Un detective sin olfato que es más de lo que parece (o cree ser), un matón que, en el fondo, es buena persona, a la que la hija del primero lo admira profundamente. Con un aire claramente desenfadado, aunque no por ello es menos cínico, Black nos vuelve a recordar lo que puede llegar a ser una buena película de cine negro.  Una película que se pregunta si la bravuconería, del cine de acción más socarrón de los noventa sigue vigente y que da una respuesta, aunque a algunos no les guste escucharla. Black sigue siendo Black. Ha vuelto. Las buddy movies siguen vivas. Tan solo esperemos que la próxima vez le cueste menos volver a recordárnoslo.

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